Derecho

Economía y Política
28 de enero de 2021

Homo economicus y comportamiento político

A la luz de los avances en la ciencia del comportamiento, la noción de racionalidad asociada al comportamiento económico es insuficiente en la formulación de modelos para la comprensión y explicación de la conducta humana en entornos políticos.

La naturaleza de la racionalidad humana y las implicaciones de los hallazgos de la psicología cognitiva para la investigación en las ciencias del comportamiento que engloba un campo interdisciplinar (economía, psicología, antropología, neurociencias, derecho, entre otras) son fundamentales en el estudio de la cognición, la toma de decisiones, y el comportamiento humano que emplean el concepto de conducta racional.

El principio de racionalidad en el comportamiento político nos lleva a preguntarnos ¿Qué tipo de racionalidad exhibe el homo politicus?, ¿es una creatura con racionalidad sustantiva o en su lugar, una con racionalidad procesual?

La diferencia entre los conceptos de racionalidad sustantiva y racionalidad procesual la describe extensivamente Herbert Simon (1976). Los términos “procesal” y “sustantivo” fueron tomados prestados del derecho constitucional, en analogía con los conceptos del debido proceso procesal y sustantivo, el primero juzgando por el procedimiento utilizado para alcanzar un resultado, el segundo por la sustancia de el resultado en sí.

Grosso modo, el comportamiento es procesualmente racional cuando es resultado de una deliberación apropiada del actor decisor, su racionalidad depende del proceso que la generó. A diferencia de la racionalidad sustantiva que depende del sujeto solo en un sentido: sus metas (Simon, 1976).

El principio de racionalidad sustantiva nos provee de un entendimiento limitado del fenómeno político (Simon, 1985). En este sentido, antes de aplicar el razonamiento económico al comportamiento político, debemos caracterizar la situación y el contexto no como aparece “objetivamente” al científico, sino como aparece “subjetivamente” al individuo.

Por ejemplo, el argumento de elección racional para la “Ley de Duverger”[1] es algo así: si varios candidatos (A, B, C y D) se postulan para un cargo, y si los candidatos A y B están muy por delante del resto, por lo que no es razonable suponer que cualquier otro candidato ganará, entonces es racional limitar su voto a la preferencia entre A y B.

¿Qué suposiciones hace este argumento sobre el votante? i) supone que el agente decisor tiene una clasificación de preferencia entre los candidatos, ii) también asume que el votante cree que un voto puede decidir la elección, y iii) que tiene una evaluación de las perspectivas relativas de los candidatos y una confianza considerable en esa evaluación (Simon, 1985).

Lo que nos muestran estos supuestos es que sólo una pequeña parte del trabajo de explicar la Ley de Duverger se realiza mediante el principio de racionalidad sustantiva. La mayor parte se realiza mediante proposiciones que caracterizan la función de utilidad del votante, sus creencias, expectativas y cálculos, es decir, proposiciones que rebasan los límites de la racionalidad tal y como tradicionalmente se caracteriza en economía (Simon, 1985). Aunque estas deberían estar sujetas a su correspondiente prueba empírica.

No sería difícil construir un modelo racional del votante que se queda en casa y no vota en absoluto. En este sentido, obtenemos muy poca comprensión o explicación del comportamiento del voto simplemente invocando el principio de maximización de la utilidad. Es por ello que es menester llevar a cabo la ardua tarea de poner a prueba todos los supuestos empíricos auxiliares sobre los valores, creencias y expectativas de los votantes bajo una metodología experimental (Simon, 1985).

Solo entonces estaremos construyendo y evaluando teorías de la racionalidad limitada del comportamiento político.

La Ley de Duverger no es un caso aislado donde la elección racional se deriva del supuesto de maximización de utilidad, libre de supuestos auxiliares sobre preferencias y creencias. Aunque hay que decirlo, tiene mucho más poder predictivo y explicativo en otros casos.

Existe un estudio de caso[2] donde se plantea que el apoyo político está relacionado con los resultados económicos. Y donde presumiblemente los individuos votan por el partido que ellos creen puede mejorar su bienestar económico y de esta forma construyen sus preferencias de votación.

¿Pero cómo pasamos de tal proposición general a una predicción en la votación? Solo podremos dar el salto si descubrimos cómo los votantes juzgan qué partido hará un mejor trabajo en el manejo de la economía. Pero este juicio será subjetivo y carecerá de validez objetiva (Simon, 1985).

Lo interesante de esto no es que los votantes empleen un principio racional, porque lo hacen al sopesar las alternativas. Sino que los votantes evalúan el desempeño del partido en turno en relación con el desempeño anterior de la oposición.

El motor de este hallazgo significativo no recae en la teoría de la elección racional (sustantiva) resolviendo problemas de maximización, sino en supuestos empíricos muy específicos (basados en la racionalidad procesal) sobre cómo los votantes forman sus creencias, juicios y preferencias con respecto a las imbricaciones entre la economía y el gobierno (Simon, 1985).

En otro estudio[3] dentro del marco de la teoría de juegos que usa la clásica distinción entre cooperadores y desertores en el dilema del prisionero, el principio de racionalidad sustantiva contribuye muy poco a la predicción o explicación del fenómeno político.

Esta explicación recae en los supuestos que se hacen sobre las funciones de utilidad de las dos clases de jugadores (los que están dispuestos a cooperar con los otros jugadores y los que están dispuestos a traicionarlos), además, para explicar el comportamiento de los cooperadores, un componente fuerte de altruismo debe introducirse en sus funciones de utilidad (Simon, 1985).

En este experimento, los datos experimentales no apoyan la predicción de que la opción “no cooperar” es el común denominador en el juego.

Los cooperadores no se salen con más frecuencia que los desertores. Los datos presentados apoyan la hipótesis de que los cooperadores a menudo “cooperan” cuando su interés personal es no hacerlo debido al mismo impulso ético o grupal que presumiblemente los llevó a cooperar en primer lugar (Simon, 1985).

Otra vez, el resultado previsto depende sensiblemente de supuestos que no se derivan del principio de racionalidad sustantiva, sino de las creencias y valores de los participantes.

El modelo de elección racional rápidamente se ha convertido en el enfoque estándar en las ciencias del comportamiento. Su mayor atractivo es que permite la formalización matemática de una verdad esencial: cuando las personas actúan generalmente tratan de lograr algo y sus esfuerzos son orientados más o menos eficientemente a tal fin (Bowles & Gintis, 2006).

Sin embargo, su aceptación va aparejada de un mayor reconocimiento de las limitaciones de los supuestos conductuales subyacentes en el término homo economicus.

La evidencia experimental, así como la observación del comportamiento político en entornos cotidianos, no nos lleva a rechazar el modelo de agente racional. Este modelo, bajo la premisa de coherencia y completitud de preferencias, es perfectamente compatible con las preferencias altruistas, rencorosas o motivos recíprocos (Bowles & Gintis, 2006). En este sentido es muy versátil.

Sin embargo, no se puede lograr una reformulación adecuada de los fundamentos psicológicos de las ciencias del comportamiento inventando un nuevo homo politicus que reemplace al homo economicus como epítome de la conducta intencionada (Bowles & Gintis, 2006).

La evidencia experimental así como la observación habitual dejan en claro que los grupos de individuos en ambientes políticos son heterogéneos y la heterogeneidad marca la diferencia tanto en la explicación y predicción del comportamiento político.

Finalmente, las diferencias en las preferencias de un individuo a menudo corresponden a diferencias en la forma en que las personas interactúan socialmente (en el trabajo, con la familia y en otros aspectos de la vida cotidiana).

Esto significa que es probable que los grupos que experimentan diferentes estructuras de interacción social durante períodos prolongados de tiempo exhiban comportamientos diferentes, no simplemente porque las limitaciones que implican estas instituciones son diferentes, sino también porque la estructura de la interacción social afecta la evolución de las preferencias (Bowles & Gintis, 2006).

Esto no lo predeciría una teoría de la maximización de la utilidad, pero es lo que las ciencias del comportamiento nos harían esperar. El progreso en la dirección de una base conductual más adecuada para el comportamiento político debe tener en cuenta estos aspectos de la conducta humana.

Autor:
José Manuel Ortega Urbina*
Facultad de Economía
Universidad Nacional Autónoma de México

Referencias

*Estudiante de Licenciatura en Economía, Universidad Nacional Autónoma de México. Con especial interés en la racionalidad, razonamiento basado en modelos y toma de decisiones colectivas Contacto: comunidad.unam@comunidad.unam.mx

[1] La ley de Duverger es un principio que afirma que las reglas electorales de pluralidad conducen y mantienen una competencia bipartidista, en lugar de un sistema multipartidista. Este principio se atribuye a Maurice Duverger, sociólogo y politólogo francés del s. XX.

[2] (Hibbs, 1982; citado por Simon, 1985).

[3] (Orbell, Schwartz-Shea & Simmons, 1984; citado por Simon, 1985)

Bowles, S. & Gintis, H. (2006). Social Preferences, Homo Economicus, and Zoon Politikon. In Goodin, R. & Tilly, C. (eds.), The Oxford Handbook of Contextual Political Analysis. Oxford: Oxford University Press, pp. 172-186.

Simon, Herbert. A. (1976). From Substantive to Procedural Rationality. In Latsis, S. J. (ed.) Method and Appraisal in Economics. Cambridge, UK: Cambridge University Press, pp. 129-148.

Simon, Herbert A. (1985). Human Nature in Politics: The Dialogue of Psychology With Political Science, The American Political Science Review, 9(2): 293-304.